Me gusta pensar que al disparar mi cámara capturo un pedacito del alma de cada lugar, persona o animal. Cuando era pequeña, siempre que veía una imagen la inmortalizaba en mi memoria rápidamente; deseaba que fuera eterna y, lo único que podía hacer, era guardar ese momento a través del cristal.
Recuerdo la primera vez que Remito, mi perro, subió a mi pecho para darme un beso; me quedé mirándolo y capturé esa escena: dos patas peludas y calentitas de tono marrón en mi pecho, dos ojitos negros que brillaban llenos de ternura y energía, una nariz fría y su boca parecía que dibujara una sonrisa, su lengua estaba lista para pasar por mi rostro y su colita se agitaba de lado a lado esperando una reacción de mi parte. Así recuerdo ese instante que solo duró 5 segundos, antes de que Remito volviera a saltar de mi cama.
También grabé en mi memoria aquel paseo de niña con mis padres. Fuimos a San Andrés, estaba feliz de conocer el mar y, aunque todo el tiempo traté de ir con mi padre a la playa, recuerdo el paseo en chiva que por un instante giró a un gran acantilado. Allí, el azul del mar se fundía con el cielo y debía de ser muy cautelosa para identificar esa delgada línea que los separaba. Era un momento mágico. Recuerdo que fijé la mirada al mar esperando ver algún movimiento extraño que pudiese indicar que había algún animal marino, pero no sucedió nada.
Recuerdo también la mano de mi abuelo en la clínica. No era un momento feliz, pero sí especial; era una mano suave, llena de arrugas que gritaban su edad, una mano que con cada apretón me decía cuánto me amaba, en ese momento su mano estaba acompañada de un catéter que recuerdo tenía el nombre de Joaquín, ya borroso por el suero, pero era una mano especial para mí y también la capturé en mi memoria, la almacené en los recuerdos de mi corazón.
Con el tiempo aprendí a capturar momentos, capturar imágenes para colgar en mi alma y en mi corazón, aprendí que lo que yo veo y siento no lo puede ver otra persona de la misma manera, que existen momentos tan únicos y especiales que se esfuman en segundos y no alcanzas a apreciarlos en su totalidad.
Esta es la razón por la cual me volví fotógrafa, porque siempre imagino qué hubiese sucedido si en aquellos momentos especiales en San Andrés, con Remito o mi abuelo hubiese tenido una cámara lista para disparar, quizá de esa manera esas sensaciones vivirían por siempre y podría revivirlas de en vez en cuando, al mirar la foto.
Muchos son los casos y las formas de ver la vida, algunos amigos estudiaron fotografía porque sus padres eran fotógrafos, otros porque admiran a Ruven Afanador… y la verdad, hoy no importa cuál fue el caso de cada uno, solo importa el amor que le tenemos a este arte.
Gracias Cesde por enamorarme de esta profesión y por darme las herramientas para entender la composición de cada fotografía que tomo. Hoy confío en que mis fotos tienen un sello de amor y calidad.